Me encanta rememorar esta tierna anécdota, que me contaba un amigo de infancia, policía. En los 80’s, él oficiaba de noche en las calles de París, vestido de paisano, en el sexto distrito. Cuando no daba información a turistas achispadas de sonrisa pícara, arrestaba a delincuentes, borrachos, camellos, chulos o prostitutas víctimas de todos estos, para luego regresar a su comisaría, encerrar al desgraciado de turno y redactar uno de estos informes que sólo los policías entienden, con formulas sibilinas, casi infantiles. A veces, ahí estaba Gainsbourg, de visita etílica, el ilustre vecino con botella y cigarros en mano. Pasaba horas charlando con los representantes del orden, hipnotizados por el personaje, escuchándole «borborigmeando» alguna frase sobre la condición humana. Le adoraban, le cuidaban. Y cuando el alba despuntaba, le llevaban a su casa, con el furgón oficial. Sólo él podía fumar ahí dentro, no pedía permiso, se le concedía naturalmente. Nadie jamás se lo impidió.
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