Martes 10 de octubre de 1978. Clase de francés en un minuto. No me gusta el profesor, un tipo frío y seco. Además nos toma por cretinos incultos. Vale, sí, lo éramos, pero con quince años es lo último que quieres admitir. De repente pasa por la puerta y entra en clase como un autómata. Algo no va bien, tiene la cara deshecha, los ojos rojos. Guardamos silencio –tan idiotas no éramos-.
Avanza hasta su mesa, deja su maletín en la silla, se apoya en la mesa y nos mira, como ausente. Deja pasar un minuto durante el cual no se escucha ni un resoplido. Tampoco nos atrevemos a interrogarnos con una mirada cómplice. El momento, que se eterniza, nos tiene hipnotizados, es tan poco habitual. ¡Un profesor llorando! Todos pensaríamos lo mismo, “buf, las notas del último trabajo serán tan malas que se nos ha hundido”. Finalmente, pronuncia con una voz casi inaudible –me acuerdo perfectamente-: “Le Grand Jacques est mort, j’ai un immense chagrin”.
El Gran Jacques ha muerto, siento una pena inmensa. Al igual que todo el país, me había enterado de la muerte de Brel el día anterior, pero con la edad que tenía, no me parecía motivo suficiente como para poner esta cara. De ocurrir hoy, probablemente me saltarían las lagrimas también. Le Grand Jacques est mort.
Aunque belga de nacimiento, Francia se había acaparado el único artista capaz de rivalizar en importancia con Edith Piaf. Su muerte –anunciada, padecía un cáncer de pulmón desde años atrás- entristeció al pueblo francófono como ninguna otra desaparición lo había hecho desde la del Gorrión de París. Había tal vitalidad en él, tanta pasión y entrega, que su marcha dejó un vacío que se sigue sin colmar, cerca de cuarenta años después.
Cantante con un carisma y una personalidad fuera de lo común, se había merecido el respeto y la admiración de todas las capas de la nación, todas las tendencias y pertenencias sociales y políticas, por mucho que su inmenso corazón y generosidad legendaria le inclinaba a sentir simpatía por los movimientos de izquierda. Sí Leo Ferré y Georges Brassens estaban muy marcados políticamente hablando, Jacques Brel prefería contar historias sencillas pero universales sobre los hombres.
Escucharle cantar no bastaba, había que ir a verle. Durante sus conciertos, encendía las salas, habitaba cada uno de los personajes de sus canciones, gesticulaba, exprimía rabias y pasiones por igual, graves y sinceras, la cara sudorosa y las manos tendidas como alas. Todos sus espectáculos se convertían en maratones en los que se llegaba a temer por su vida.
Nacido en Schaerbeek, cerca de Bruselas, en 1929, sólo vivió 49 años, de los que trece dedicados a los escenarios. Una carrera extremadamente corta teniendo en cuenta su legado y sitio en el panteón de los grandes. En menos de tres lustros, creó algunas de las canciones más icónicas de la Chanson Française, monumentos eternos en honor a los hombres, tan imperfectos, excesivos, mezquinos, torpes. Por ello amaba a la gente.
En 1966, en la cumbre de su arte, decidió que había acabado con las actuaciones en público y dio su concierto de adiós en el Olympia, sala que le había consagrado diez años antes. Luego hizo el actor –era una gozada verle con Lino Ventura- y finalmente se fue a vivir con su última pareja en las Islas Marquesas en el archipiélago de la Polinesia Francesa, en la otra punta del globo, de las que se escapaba sólo para tratar de curar su cáncer, que se lo llevó el nueve de octubre de 1978.
Te dejo con algunas de sus más grandes canciones, todas sacadas de actuaciones en vivo. Ne me quitte pas –No me dejes-, de la que curiosamente llegó a decir que no era una canción de amor, sino sobre la cobardía de los hombres en sus relaciones sentimentales. Amsterdam, el tema que menos le gustaba, pero que interpretaba sin falta por ser la preferida del público. La Valse à mille temps, con el tan famoso crescendo breliano y el torbellino del acordeón. Le Plat Pays, oda al país que le vio nacer. Y Ces Gens-là, Mathilde, Les Bourgeois, Les Marquises, el último tema de su último disco. Le Grand Jacques n’est pas mort.