En el origen del mundo Inuit, estaban un hombre y una mujer. No había todavía ningún animal, así que esta mujer, que no tenía nombre, hizo un llamamiento a Kaila, el dios del cielo, para que poblara la tierra. Y de paso poder vestirse con quince capas de pieles encima, que allí hablan de ola de calor cuando hay tres días seguidos a sólo doce bajo cero. Adán y Eva, tiritándose de frio y con musgo y liquen para tapar sus genitales.
Kaila, que tenía calefacción central, se apiadó. Le ordenó hacer un agujero en el hielo para pescar. Ella se puso a cavar –¿qué pasa con el chico, se tocaba las gonadas?- y del agujero sacó uno a uno un montón de animales. El caribú fue el último –era un agujero muy grande-. Lo que no le dijo Kaila, el muy cachondo, es que no sólo había creado los animales, sino también mucho petróleo y gas para aburrir.
Pero se terminó sabiendo. Hoy se estima que el ártico encierra el 13% de las reservas de petróleo del planeta, y la cuarta parte de las de gas. Y todavía sin explotar. Vamos, una golosina para los ocho países que reclaman paternidad de lo que no deja de ser un inmenso bloque de hielo cubriendo rocas y mar por igual. Y lo hacen saber. Rusia ha vuelto a solicitar en la ONU que le dejen ampliar su zona de actuación tierra adentro y más allá de las 200 millas náuticas. También Dinamarca y Canadá. Quieren chupar el oro líquido a estas gélidas tierras vírgenes, como si fuera vulgar arena saudí. Lo cuento con sorna, pero hay que impedirlo, meter mano allí es romper el delicado equilibrio climatológico de la Tierra, acelerando el proceso de calentamiento global, con todos los riesgos ecológicos que entraña. Change.org y Greenpeace, os toca, que a mi no me hace caso nadie.
Y luego están los propios inuits. Hoy son 150.000 autóctonos, descendientes de los antiguos siberianos que cruzaron el estrecho de Bering allá por el año 976 A.S.P. –antes de los Sex Pistols, eso-. Son sus tierras, sus ancestros, sus tradiciones, sus rezos, sus Zara con dos secciones, abrigos de pieles de foca y abrigos de pieles de caribú. Pero no se les va a consultar ni se les pedirá permiso, si se portan bien se les dejará cantar sus Katajjaq vocales para alegrar las largas noches de los perforadores fornidos venidos de Irkutsk o del Yukón.
La música inuit no estará nunca en las listas de Rolling Stone o en el libro “1.001 discos que hay que escuchar antes de morir”. Pero llevan siglos cantando, aunque en la lengua local, el inuktitut, ni exista un término para referirse a lo que entendemos por música. Se habla de nipi, que describe más bien un fenómeno sonoro provocado por la voz de sus cantantes, algún que otro instrumento rudimentario y el ruido circundante.
Por si hubiera un lector musicólogo enterado, diré que se caracteriza por un canto recitativo de ámbitus limitado. No tengo ni pipa de lo que quiere decir, pero escuchando el tema que te dejo en el reproductor, lo puedo intuir. Toda la música inuit está ligada al chamanismo y suele acompañar las ceremonias previas a la caza, la pesca o el entierro de un miembro de la familia. Es muy emocionante, aunque suele terminar por carcajadas de las cantantes, debido a la peculiar forma que tienen de interpretar las canciones: dos mujeres frente a frente, a no más de diez centímetros de la otra, intercambiando trozos de la letra hasta que ambos voces se confundan, utilizando a veces la cavidad bucal de la otra para modificar la resonancia del canto saliendo de sus gargantas. A su manera, es auténtico y hermoso, prácticamente el único ejemplo de canto difónico femenino, con el Rekkukara de los ainus japoneses.
Kaila, mueve el culo y echa a los invasores fuera. Hay tiempo todavía.
Y tú, dale las gracias al Tomate cretino por todas estas bonitas cosas que aprendes. Luego ya sabes, zumito y a misa.