Hoy me he morido, tal como podía haber dicho Howard Buten en su fabulosa novela Cuando Yo tenía Cinco Años Me Maté. El Tomate cretino en entredicho. Pido a dios Elvis que me fulmine sin juicio, que caigan sobre mi humilde persona 25.000 voltios rock’n’rolleros y redentores. Me han desenmascarado. Pillado infraganti me quedo. Fiouck al descubierto, el fracasado, incapaz de ir hasta el final de su sueño idiota de dedicar 1.000 entradas seguidas a 1.000 grupos distintos. Estoy acabado. Tan cerca estaba…
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Gabriel Fauré – Requiem
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Gabriel Fauré fue un compositor galo, muerto en 1924, que vio como su popularidad y el reconocimiento a su obra iban creciendo a medida que su sordera empeoraba y su producción se veía poco a poco mermada. Compuso obras y dirigió orquestas hasta que fue evidente que la música se resentía –como cuando el audio no está sincronizado con los personajes en una película-. Compositor sordo. Hay como algo que no cuadra. Pero ahí está Beethoven, que compuso su Novena Sinfonía –himno de la Unión Europea- estando totalmente sordo. O Berdich Smetana, compositor checo, sordo como una tapia cuando compuso Vltava –más conocida como El Moldava, o Die Moldau en alemán-. Así que Fauré compuso su réquiem, con sordera avanzada, y nos legó su obra cumbre, bella a más no poder, casi surreal.
Fauré nace en 1845, en Pamiers, cerca de los pirineos franceses. Con nueve años sus padres le mandan a Paris, para estudiar música clásica y religiosa en la Escuela Niedermeyer, que formaba a grandes organistas, jefes de coro y maestros de capilla. Buf, menudo plan. Pero ahí se queda, once años, haciendo amistades con grandes compositores, como Camille Saint Saens –el de la Ópera Sansón y Dalila-. En 1870, se alista con las fuerzas francesas para levantar el sitio de Paris durante la guerra franco prusiana –Prusia era como Alemania, pero más grande y fuerte aún, de haber nacido en esta época, Merkel medía 1m95 y tenía pelos en el pecho-, pero el caos político de la época lleva el pueblo a sublevarse –la Comuna de Paris- y Fauré a exiliarse, primero a las afueras de París, luego a Suiza, para enseñar en la Escuela Niedermeyer que había sido deslocalizada. Vuelve a Paris en 1871, donde le nombran organista en la Iglesia de St Sulpice, luego en la de la Madeleine. Tiene un romance con la hija de una mezzo-soprano famosa, pero no dura, cosa que le hunde en una depresión –el famoso spleen de Baudelaire, muy en boga en aquellos años-, y le lleva a marcharse a Alemania, donde asiste a las representaciones de las Nibelungen, de Wagner. En 1883, se casa con otra mujer, con la que tiene dos hijos; para mantener a su familia, acepta todo tipo de trabajo como organista, y da clases de piano. Durante este periodo, compone y escribe mucho, pero lo destruye casi todo. A partir de 1890, por fin le sonríe la suerte, poco a poco va subiendo en la jerarquía musical en Francia, hasta ser nombrado profesor de composición en el Conservatoire de Paris, en el que imparte clases a compositores como Ravel y Nadia Boulanger –ella se convertirá en una de las más ilustres profesoras de piano del siglo XX, a las que acudirán los más grandes, como Gershwin-.
Es durante esta época, de 1887 a 1900, que Gabriel Fauré compone su Requiem. Se publica primero en 1888, aunque la versión definitiva data de 1900. Según las propias palabras del compositor, se compuso sin intención particular, sin encargo de ningún rico burgués –como en el caso del Requiem de Mozart-. Lo hizo “porque estaba harto de tocar en las misas de entierro de la Iglesia de La Madeleine, y quería hacer otra cosa”. Sin embargo también se aludió a la muerte de su padre, dos años antes, para explicar su origen. El Requiem de Fauré es posiblemente una de las obras clásicas más emocionantes, a la altura de los Requiem de Mozart, Verdi o Brahms. Es corto e intenso, puro, harmonioso, luminoso, maravilloso, transporta el alma…
El réquiem se tocó en el entierro del compositor, en 1924. Dicen que a los muertos les sigue llegando lo más hermoso, será que la acústica en el más allá es perfecta.
Escucha entero uno de los requiems más emocionantes, el de Gabriel Fauré