Cuando rascas esta fina capa de lentejuelas que cubre el show business americano, enseguida das con una espesa corteza de puritanismo rancio. Y debajo de ella, sólo encuentras dinero, una montaña de dinero, y perfidia. Jobriath, miserable títere tirado por la borda por este gran circo, más fake que buzz, se dio cuenta demasiado tarde. Él sólo quería las lentejuelas –y toda la panoplia de maquillaje, pose, esmalte, plumas- y sentarse en su trono dorado. Pero ni una cosa ni otra, sino jeringuillas y acera.
¿Cómo ocupar, cuarenta años después, páginas enteras en los libros de rock sin que nadie te conozca? ¿No será que nos gustan especialmente estas vidas de músicos que durante un breve espacio de tiempo soñaron con ser LA estrella en el firmamento antes de verse engullidos por EL agujero negro?
Bruce Wayne Campbell –Jobriath durante su efímera carrera-, nacido en Texas en 1946, gay hasta la médula, vivía de la prostitución en las calles de Los Ángeles a mediados de los sesenta. Apenas se alimentaba y se pasaba el día bebiendo para poder vender su cuerpo a desconocidos y su alma al diablo. En 1968 se dio a la fuga del servicio militar y a pesar de tener una orden de busca y captura a sus espaldas, logró incorporarse por la puerta de atrás de un pequeño teatro de Sunset Boulevard como segundo papel en la comedia musical Hair, que empezaba su leyenda.
Incluso llegó a crear un grupo de folk rock, llamado Pidgeon, que no duró demasiado después de sacar un único álbum, Rubber Bricks. En 1970 el ejército le cazó y le encerró seis meses en una unidad psiquiátrica. Aprovechó la relativa serenidad del lugar para empezar a componer canciones, pero a su salida, volvió a las aceras como obrero del sexo, para pagar un diminuto estudio sin muebles en LA. Algo le quedaría para mandar una “demo tape” a Columbia Records, a finales de 1972.
En esta discográfica, el azar hizo que Clive Davis, el dueño, escuchó el cassette en presencia de Jerry Brandt. Este señor, que había descubierto a Patti Smith y Barry Manilow y que era el manager de Carly Simon, vio un potencial donde Davis sólo escuchó “melodías destructoras y sin estructura”. Jerry Brandt acababa de vender su club en Nueva York y tenía en el bolsillo dinero suficiente como para “intentar algo con un novato”.
A principios de 1973, Brandt localizó a Bruce Wayne en California. Se quedó fascinado por “esta hermosa criatura vestida de blanco” y le invitó a desengancharse en Malibú durante un tiempo. A Brandt se le encendió la bombilla –léase dólares-. En plena ola glam inglesa, con Bowie, T. Rex y Brian Ferry explotando el filón, el manager vio en su nuevo pupilo la respuesta yankee a este nuevo estilo. No sólo iba a triunfar como cantante de rock, sino que lo iba a hacer como el primer músico abiertamente gay, cuando en esta época otros artistas sudaban sangre y lágrimas para que no saliera su orientación sexual en los medios, como Little Richards o Liberace.
No pensaba innovar musicalmente –Jobriath no daba para tanto-, sino que quería provocar al público y crear el revuelo en la sociedad blanca americana. Ya seguirían los dólares para rentabilizar su inversión, pensaba, frotándose las manos.
Porque Brandt hizo las cosas a lo grande. Contrató a los mejores arregladores musicales –entre otros a Eddie Kramer, productor de Hendrix y Led Zeppelin– para sacar un álbum, homónimo, en el que Jobriath iba a dar rienda suelta a su imagen de homosexual extravagante, afeminado, maquillado a ultranza, gran provocador en las teles y las revistas de moda. Cuando salió el álbum, Brandt invirtió medio millón de dólares -¡lo nunca visto en los 70!- en marketing, contrató centenares de carteles en autobuses de Nueva York y una lona inmensa en la fachada de un edificio de Time Square. No se había visto nunca nada igual, sobre todo para un artista sin pedigrí.
Fue un fiasco en toda regla. Los US no eran UK, en pocas semanas los medios y críticos musicales se cebaron con el artista y lo machacaron, ayudados en su tarea por una sociedad bajo el yugo de Nixon, nada abierta y menos tolerante. Jobriath era too much, sobrepasaba el límite de lo que los wasp podían aguantar. El álbum no vendió una rosca, pero Brandt no se rindió. Contrató a Peter Frampton y John Paul Jones para sacar un segundo álbum que sólo pudo certificar lo previsto: no cuajó Jobriath.
Brandt se sintió traicionado y le tachó públicamente de “gilipollas alcohólico”. Bruce Wayne volvió a su vida miserable de drogadicto y prostituta. Estuvo viviendo un tiempo en el Chelsea Hotel de Nueva York, lugar emblemático de las almas rockeras en perdición. Falleció de sida en 1983, antes de que se convirtiera en una moda lugubre. Pobre títere. Puto gremio.