El garaje es el epicentro de la cultura y sociedad norte americana. En ningún otro lugar del mundo cobra tanta importancia esta fea parte de una casa. Aquí lo rellenamos con montañas de objetos inútiles que no nos resignamos a tirar, “por si acaso, cariño”. A veces queda sitio para un coche, pero no es lo más usual. Allí, al garaje le dan un valor que nos cuesta entender.
Hacen negocios –el Dow Jones está repleto de empresas tecnológicas que nacieron entre el portaherramientas y la canoa carcomida-; montan cementerios –el garaje es el lugar preferido de los psicópatas para almacenar restos de sus víctimas, con cierta preferencia para la cabeza o los genitales-; preparan comidas –una barbacoa hecha a la sombra de la puerta del garaje es el nirvana de millones de hogares yankees-. Y tocan música.
Mejor dicho tocaban música. En los años sesenta, cobró fuerza el “garage rock”, un género efímero que dejó para la posteridad algunos de los grandes clásicos de la música rock. Todo nació de la British Invasion, cuando la pérfida Albión mandó sus tropas guitarreras a destrozar la cultura americana con riffs rabiosos. Llegó un momento en que a los yankees les empezó a doler en el alma. A partir de 1963, muchos jóvenes americanos quisieron pelear y expulsar al enemigo. Se trataba de demostrar que no admitían ninguna lección, sobre todo de parte de un país al que tenían más acostumbrado a lamer el culo que a sacar la lengua.
De bote pronto, el garaje se convirtió en el cuartel general de un ejército de miles de chavales prognatos con flamantes Gibson y demás Fender Stratocaster. Siempre con el beneplácito de los padres, que muchas veces se convertían en el manager de la banda y conductor de la furgoneta para llevarlas a los conciertos que daban en la fiesta de fin de año de los colegios del estado.
El garage rock aglutinó a decenas de grupos y a algunos de ellos les fue bien. The Sonics, Paul Revere & The Raiders, The Sparkles, The Monks, por mencionar solo a algunos; eso sí, todos blancos impolutos. Destilaban un rock envidiable, rabioso y euforizante. No duraron mucho pero abrieron puertas para lo que se avecinaba: MC5 y The Stooges.
Uno de los que mejor provecho le sacó al fenómeno fueron The Kingsmen. Si bien se formaron en 1959, sólo despuntaron en 1963 con su famosa versión de Louie Louie. Un día que estaban tocando en un garito con otros artistas, descubrieron el tema, tocado por Rockin’ Robin Roberts, el primer músico en versionar el original de Richard Berry, de 1957. El manager de The Kingsmen, que olía a royalties, les ordenó preparar una versión garaje.
Cosa que hicieron y grabaron en una corta sesión de una hora. Para darle un sonido más rock, casi trash, al cantante le colgaron el micrófono del techo a una distancia que le obligaba a chillar más que a cantar. Como encima en aquella época llevaba braguetas en la boca, la pronunciación dejó bastante que desear.
Al convertirse en todo un fenómeno de masas, se originaron muchas fantasías alrededor de la letra. Le llegaron a los oídos del FBI que tuvo que investigar el caso, para finalmente tener que admitir que la letra era tan ñoña como se esperaba. Louie Louie es un tremendo clásico del rock, reconocible a la primera medio siglo después. Transmite mucha energía sana esta canción que Rolling Stones clasificó en el #54 de su lista de las 500 canciones más grandes de la historia.
Venga, date un homenaje, sube el volumen y dale fuerte. Luego zumito y a misa, con Luisa Luisa.
[Te dejo con otras tres canciones de The Kingsmen, para que veas que no fueron de un sólo tema, todo lo contrario.]
[Añadido posterior, 29.04.15: Acaba de fallecer Jack Ely, la voz de Louie Louie. No es la primera vez que pasa, que una entrada hable de un artista que encuentra la muerte a los pocos días, pero juro que no tengo nada que ver.]