Leía el otro día que, en 2013, el nombre femenino más dado a los recién nacidos por sus padres en Francia fue Emma –delante de Lola, va a ser que el país vecino se está hispanohablandando-. Pobres criaturas, ¿qué culpa tienen ellas de que sus padres sólo escuchan música en los programas tele tipo The Voice? De molestarse un poco, daban con el segundo disco de EMA, The Future’s Void –el vacío del futuro-, y cambiaban de idea en el acto. Si les gustaba especialmente la sonoridad hispánica de Emma, se podían haber dejado ganar por el encanto de Fulgencia, Bercia, Hiltrudis, Eduviris, Paspasia o Eleuteria. Molan. Porque, ¿probabilidad de que una cantante neurótica triunfe con uno de estos nombres? Cero patato, vamos.
La sensación que transmite EMA –ella insiste en las mayúsculas, como iniciales de su verdadero nombre, Erika M. Anderson-, es la de una artista que no necesita tomarse nada raro para ser una exagerada en sus entrevistas. Que si “disociación de mi persona”, que si “otro personaje nacía fuera de mi”, que si “esta sociedad de la imagen que me hace perder el control de mi misma”. Buf, todo esto me suena a verborrea propia de la adolescencia, cuando arrancas los posters de Diego Costa y quieres pintar tu dormitorio de negro pero tus padres te dicen que “nanaï, hijo”-. Pero EMA ya no tiene edad para decir estas cosas. ¿O será que más que no tomar nada raro, se pasa con la dosis?
Fuera de las entrevistas, EMA hace música. Básicamente de la que me gusta a mi. Nació en Dakota, pero no se sabe cuándo, imposible localizar una fecha para saber si ya ha pasado de los treinta o todavía no. Neurótica coqueta. Con dieciocho años, huyó de este estado muy rural, con cero idea en mente, tan sólo la de intentar algo. Su primera experiencia musical, la tuvo de guitarrista en una banda llamada Amps For Christ –folk conceptualista, para resumir-. Luego montó un dúo de folk rock psicodélico, The Gowns, con su amigo Ezra Buchla, con el que sacaron tres discos hasta 2009. Este mismo año, se separó y se lanzó a la aventura sola. La primera vez que los medios se fijaron en ella fue en 2010, cuando sacó una versión guitarrera de Kind Hearted Woman Blues, del bluesman Robert Johnson. Si tienes quince minutos, mirala aquí, la verdad es que es muy, muy buena. Luego sacó California, el single usado para promocionar su primer álbum, Past Life Martyred Saints, en 2011. Los repentinos elogios y la presión mediática la llevaron a refugiarse en Oregon, conocido en los US por ser el estado Hippie por excelencia.
Allí se puso a leer ciencia ficción psicodélica, como ella la llama, como Neuromante, obra precursora del cyberpunk, escrita en 1984 por William Gibson. Claro que hay obras, mejor no leerlas con un cigarro LP en mano, debajo de las estrellas, rodeada de magníficos y oscuros bosques de Oregón; esto puede llevar a concebir música trascendental y a justificarla con la olla en otros lugares. El segundo disco de la rubia es muy bueno, denso, rabioso, tribal, épico, aunque también sabe sonar suave y melódico. No gusta necesariamente a la primera –buena señal-, pero está para durar.
Venga, sube el volumen, empieza por Satellites, luego zumito y a misa.