Este es mi regalo de Navidad. El disco más brillante e improbable que he escuchado en mucho tiempo. Como tantas veces, he tardado mucho en enterarme, soy un poco paquete, eso me pasará por no ser un asiduo ni de Pitchfork ni de Mondosonoro. Aunque de todos modos hay tiempo para descubrir un disco, pueden pasar los años sin que envejezca la música que contiene. Al final, más que el tiempo perdido, me preocupa que un gran álbum no se cruce nunca por mi camino, por falta de oportunidad o porque a veces el azar no cumple con su cometido. Porque, cuando la casualidad no se deja abusar por el Plytmouth con Fever Tree, puedes estar de suerte. Como el otro día, que me crucé con Matthew E. White y su álbum Big Inner.
The holly fuck, pero por dios esto qué es? Crees en los milagros? Deberías, porque sin duda lo es.
Nunca el físico de un músico había sido tan alejado de la música que compone, como el de Matthew E. White. Es alto, relleno, barbudo, peludo; parece el retoño de cualquier miembro de ZZ Top o de Meat Loaf. Un poco oso, en su versión Droopy con aire afligido. Realmente, Matthew E. White es un coloso bonachón y apacible, y aunque parezca mentira y tan poco creíble, ha sido capaz de componer y producir un primer disco de un virtuosismo y una delicadeza pasmosos. Big Inner –beginner- es una enorme joya de pop y soul, con toques góspel, jazz, americana y folk. Big Inner es la suma del talento extraterrestre de un músico que nunca antes había compuesto ni cantado, más un coro y un big band como en los buenos viejos tiempos. ¡Aleluyah!
Matthew E. White creció entre Manilla, donde sus padres residieron durante ocho años como misionarios católicos –esto no se inventa-, y el estado de Virginia, uno de los lugares más conservadores y puritanos de EEUU, tierra de telepredicadores bastos y binarios, fuente de luz inagotable para cierto ministro falto de argumentos para defender lo indefendible. Muy pequeño, sus padres le daban música para escuchar. A los tres años, estaba con un best-of de Beach Boys. Pocos años más tarde, era Chuck Berry quien sonaba en su dormitorio, como puente de enlace con un país que nunca había pisado. Una vez instalados en los US, se puso a tocar la guitarra, quería ser tan grande como su ídolo Chuck. Luego evolucionó hacia la música hippie, el rock progresivo, el Grateful Dead y más tarde el grunge de Nirvana. Lo miró y analizó todo, hasta la escena punk de Richmond, la ciudad donde se estaba criando, que descartó con una frase muy bonita, precursora de su postura con la música a veces cerebral : “había una escena punk rock importante, pero no me interesaba, no tenía esta energía en mi, no sentía suficiente rabia ni me veía muy cínico, todavía tenía mis ilusiones”. Finalmente, cual ordenador que escupe el resultado de unas cálculos y algoritmos complejos, decidió dirigirse hacia el jazz experimental.
Durante muchos años, estuvo tocando en el grupo Fight The Big Bull, banda de jazz afamada por inspirarse en el free jazz de los 60’s; fue el alumno aventajado de quien fue su mentor durante más de diez años, Steven Bernstein, erudito de la música, músico de Lou Reed, Leonard Cohen y muchos otros. Empujó a Matthew a escuchar, mirar, aprender, practicar, leer. Steven le abrió múltiples camino, Matthew logró fusionarlos todos en una única línea experimental. La suya, inspirada en la historia de la Stax y la Motown, se articula alrededor de un sello propio –Spacebomb-, un estudio de grabación, y una banda que se beneficiará de todas las bondades del conjunto.
El resultado, Big Inner, es apabullante. Un disco debut como muy pocos en la historia de la música popular. Siete canciones muy largas, en las que plasma su idea de la vida, la religión, la música y el porvenir de la humanidad. Música creativa, cálida, madura, majestuosa. Bajo groovy, guitarras delicadas, cobres serenos, teclados aéreos, percusiones suaves, coros exaltados, y la voz de Matthew E. White, delicada y desgarradora.
Hay que escuchar Brazos, hasta el final, son nueve minutos con muchas variaciones, incalificables. Es hermoso. Peace.
Escucha algiunos de los temas más bonitos de Big Inner, primer álbum de Matthew E. White
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