Cuando era joven, muy joven –quiero creer que no hace tanto pero para qué engañarse-, había una portada de disco en casa que me tenía fascinado y bastante intrigado. Hablo de un tiempo en el que las caratulas no cabían en lo que ocupan hoy dos paquetes de tabaco, sino más bien una caja de cartones. En sí mismo contaban una historia e invitaban a descubrir la música que había dentro, cuando hoy en un CD la etiqueta del precio la tapa a medias y no hay quien se huela nada. Que sí, soy un viejo gruñón ¿y qué?
El disco en cuestión era el primer álbum de Carlos Santana. Toda la caratula la ocupaba la inmensa cara de un león a punto de comerse a quien se le pusiera por delante, dibujada a mano y en blanco y negro. En principio nada del otro mundo, pero cuando te fijabas en ella –sobre todo una vez que me avisaron-, empezaban a aparecer caras humanas y cuerpos enteros, difuminados en el tremendo trabajo artístico de un dibujante llamado Lee Conklin. Podía pasar días horas minutos entero mirándola, contando y re-contando cada una de las siluetas que lograba encontrar.
Hoy he vuelto a hacer el ejercicio, pero no te digo cuántas hay, búscate la vida, anda que… No recuerdo en qué año apareció el álbum por casa, pero es de 1969. Dudo que llegara tan rápido, sería más bien en el 73 ó 74. Un retraso muy normal hace cuatro décadas, hoy como no tengas un disco antes de que se estrene, pareces medio bobo. A esta edad la música no me suponía más que sensaciones ajenas, irritaciones pasajeras o goces inconscientes. Pero ese álbum de Santana, con sus percusiones tribales y su guitarra estridente, lo recuerdo perfectamente.
En 1969, Carlos Santana todavía apenas tenía apellido. Nacido en 1947 en el estado de Jalisco, en México, sólo llevaba tres años viviendo en San Francisco cuando le invitaron a participar en el festival de Woodstock, más o menos cuando se acababa de estrenar su primer disco, homónimo. Crecido en un entorno muy católico, la leche de soja muy en boga en la ciudad californiana a mediados de los sesenta le había convertido en todo un abanderado de la mística del amor libre y la mezcla artística de mogollón de religiones, sobre todo las más permisivas en cuanto a sexo y consumo de estupefacientes.
Inquilino natural del teatro Fillmore, donde solían tocar Miles Davis o el Grateful Dead, pero también de la colina de Haight-Ashbury, donde Janis Joplin empezaba a escribir su leyenda –y de paso hacer que se arrepintieran sus ex colegas de universidad por haberla elegido como el chico más feo de la promoción-, pronto constituyó una banda, el Santana Blues Band, para dar rienda suelta a su creatividad, especialmente musical.
Al final, de blues más bien poco. Carlos Santana relanzó la llama de un latin rock en horas bajas, después de que Richie Valens falleciera en un triste accidente de avión en 1959. A la fusión habitual del rock US y los sonidos latinos y caribeños, Santana le aportó grandes dosis de psicodelismo –y de muchas declaraciones contra el poder establecido y la iglesia católica-.
Después de tres años de ensayos y repeticiones en las calles de San Francisco, la banda entró en un estudio para grabar lo que iba a ser su primer álbum, en mayo de 1969. Precedido por una fama creciente, la organización de Woodstock le llamó para incluirle en el cartel del festival más o menos cuando se iba a estrenar el álbum, por lo que el sábado 18 de agosto –pagaría lo que fuera para volver atrás en el tiempo y estar allí- se subió al escenario ante medio millón de personas sin que apenas nadie le conociera. Lo que ocurrió aquella tarde se quedará para siempre en el libro mágico de la Música.
Dejó atónitos a todo el personal con una actuación dantesca, en especial con una versión de doce minutos de Soul Sacrifice. Los presentes lo recuerdan como el momento álgido del festival, el hito magno, de estos momentos marcados por la gloria para la eternidad. Tocó la práctica totalidad de su corto repertorio, en particular el tema Jingo, versión de la canción Jin-Go-Lo-Ba del percusionista nigeriano Babatunde Olatundji.
Todas las canciones del disco ya son clásicos de este particular rock que convirtió a Santana en un músico planetario de un día para el otro. Pero más que los temas del disco, te dejo con cuatro versiones tocadas en el festival. Legendario.
Antes de darle al play, añade bafles y amplificadores a tu equipo de música, sube el volumen a tope y pásalo en grande. Luego ya sabes, zumito y a misa.
No tengas morro, la carátula que nos tenía a todos fascinados era la del «Abraxas», 1970, con esa diosa de ébano en pelota picada abierta de piernas llenando la portada, haciendo que a Franco le diera un patatús cada vez que sonaba el «Black magic woman» o el «oye como va». Imprescindible.
Es que tú eres un salido:-)
La verdad es que la colección de discos de Santana en mi casa se detuvo en el primero, no tuve el gusto de soñar con esta señorita…