Venga, escúchame y hazme caso por una vez, enchufa el player abajo antes de leer. Pon la música de la escena final.
Roma, finales de los 80’s. Salvatore, afamado cineasta en plena edad dorada –vale dilo Fiouck, es un cincuentón, ¿verdad?– recibe un mazazo al enterarse de la muerte de Alfredo, su viejo amigo de infancia al que no ha vuelto a ver desde que se marchó de su pueblo siciliano natal, Giancaldo, más de treinta años antes. Emprende el camino de regreso para acudir al entierro, dejando que los recuerdos hagan su dolorosa labor de zapa.
Porque en Giancaldo, lo descubrió y lo conoció todo. La amistad con Alfredo, cura de día y proyeccionista de noche, padre sustitutivo y protector; el amor de Elena, hija de la familia burguesa local, reescribiendo ambos la eterna historia de Romeo y Julieta; la pasión por el cine, desde la cabina de proyección en la que Alfredo hacía de temible censor, eliminando todas las escenas de besos y obligando a Salvatore a arreglárselas para verlas a escondidas. Y la separación trágica, cuando Alfredo, ya ciego, le insta a marcharse del pueblo para probar suerte en la capital –atrévete a mirar la escena en la pequeña estación de tren, cuando su amigo le pide que nunca vuelva y se olvide de cada uno de ellos, wow…-.
Cuando llega, el pueblo está a punto de derrumbar el último vestigio de su niñez, el Cinema Paradiso, para dejar paso a un aparcamiento. La gente a la que reconoce se ha hecho mayor, muy mayor. Pero los recuerdos son muy vivos, tiernos algunos, dolorosos otros, nostálgicos todos. Antes de volver para Roma, la viuda de Alfredo le entrega un paquete que Alfredo había dejado a su atención. La cinta que contiene es el montaje de todos aquellos trozos eliminados que el proyeccionista había recogido en todos estos años de censura, un collage de todos los besos robados a las películas. La escena final, la de la proyección de la famosa cinta, es conmovedora, mágica e inolvidable.
De la versión inicial que se estrenó en Italia en 1988, se cortaron cerca de treinta minutos, en los que, antes de regresar a Roma, Salvatore se reencontraba con Elena y pasaban por fin una intensa noche de amor, antes de separarse al día siguiente por segunda vez. La madre que le parió a Giuseppe Tornatore –realizador de la película-, por qué no puede haber un final feliz? La vida no puede ser siempre una sucesión de penas, ¿verdad?
No la he vuelto a ver en muchos años, pero no dudo de que sigue siendo la misma maravillosa película que tanto me emocionó hace veinticinco años. Con esta hermosa música, obra del maestro de los maestros, Ennio Morricone. Y sus fantásticos actores, Philippe Noiret el cura y Salvatore Cascio el niño. Una oda a la vida, el resto son tonterías.
Fue un gran éxito de taquilla en el mundo entero. Obtuvo el Óscar a la mejor película extranjera y el Gran Premio del Jurado en Cannes. El mejor homenaje que el cine se había hecho a sí mismo, con The Artist, de 2011. Para celebrar su cuarto de siglo, se reestrena en España en cien salas en su versión original. Habrá que ir, con pañuelos de papel.