El sábado pasado, Francia le ganó a Inglaterra en el Seis Naciones de Rugby. Por la noche dormí como un bebe, esto no tiene precio. Estos partidos son terribles. Mucho peor que un Clásico, porque la rivalidad viene de hace siglos. Pero ahora que ambos países han dejado de intercambiar soplamocos en batallas interminables, pelean en los terrenos de rugby. Menos mal que los ingleses son unos paquetes. Naaaaaa, es broma, llevan algunos años jugando mucho mejor, pero resulta que el sábado pasado les ganamos en el último minuto, cosas que pasan. Ahora nos reímos, pero hubo una época en la que, hartos de pelear en Normandía, los dos países se inventaron nuevos terrenos de juego. Un periodo llamado “ Guerra de los Siete Años”, a mediados del siglo dieciocho, en la que se redistribuyó el equilibrio mundial, llevándose Inglaterra un buen trozo de la tarta. Una pena que no había cámara lenta porque seguro hicieron trampa.
Uno de los campos de batalla predilecto de ambos países fue América del Norte. Allí los soldados británicos y franceses cometieron de todo y quienes lo sufrieron especialmente fueron los indios. Los europeos lograron incluso que tribus indias antes pacíficas empezaran a pelear entre sí. Es este el escenario descrito por James Fenimore Cooper, en su famosa saga literaria Leatherstocking. Este ciclo de cinco novelas históricas relata la vida de los indios y los choques culturales entre el blanco invasor y los pueblos autóctonos. Cooper es uno de los escritores americanos más famosos del siglo diecinueve y El Último Mohícano, segundo de la serie, su obra más conocida. Pone en escena algunos de los militares más ilustres de ambos campos, el Mariscal De Montcalm y el Teniente Coronel George Munro, en su particular guerra de nervios y engaños sucios, con indios buenos e indios malos según si naciste en Londres o en Paris. Claro que también hay chicas guapas, soldados suspirando por ellas, mohicanos bravos y un blanco criado por indios.
Una historia épica y lírica, a la vez que violenta y sangrienta, que se ha llevado nueve veces a la gran pantalla. La primera vez en 1911 y la última en 1992, dirigida por Michael Mann, pasando por la más famosa, la de 1920, de Clarence Brown y Maurice Tourneur. Yo sólo recuerdo la última y, sinceramente, me tiene fascinado. No sé la de veces que la he visto, me parece una película brillante, hermosa, dura, emocionante y reveladora de una época en la que la caballería existía de verdad –vuelve a verla, y juzga-. La versión moderna de Michael Mann contaba con el genial Daniel Day-Lewis –nominado a los Bafta Awards en 1993-, y la bella Madeleine Stowe, magníficos ambos en su papel de recién enamorados que ven como pierden un hermano –él- y una hermana –ella- a manos de los hurones, así como amigos, pretendientes, y tropecientos mil soldados de todos los bandos y colores en una persecución jadeante –¡es que no paran de correr nunca!- por las montañas de lo que es hoy el estado de Nueva York, en la frontera con Canadá.
Y una banda sonora, madre mía. Inicialmente se encuentra al mando Trevor Jones, no precisamente un desconocido, puesto que ya venía con algunas grandes músicas de película bajo el brazo, como Excalibur o Mississippi Burning. Pero en pleno rodaje, por desacuerdo con el realizador y la producción, se marcha antes de terminar la obra. El director tuvo que llamar a un segundón, Randy Edelman. No lo tenía fácil, pero logró terminar la banda sonora, que les valió a ambos una nominación a los Golden Globes 1993. El resultado es excepcional. Siempre figura en los mejores puestos de los rankings de BSO.
Escucharla es como estar de nuevo corriendo por las laderas abruptas, cuchillo en una mano, hacha en la otra, rezando para que no le haya pasado nada a Madeleine…
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