Cada cual vive su vida agarrándose a su particular escala de valores humanos. Humano, es decir, el valor por encima de cualquier otra consideración social, cultural, religiosa, etc. Una especie de escala de Richter de la empatía al revés, partiendo desde arriba, donde la gente buena de verdad, bajando por escalones dignos –estando yo en uno de estos, di que sí-, siguiendo por peldaños cada vez más resbaladizos y menos relucientes, adentrándose por pisos sin mucha luz, donde reina la maldad y la vileza, bajando, bajando y bajando hasta el último eslabón, donde los psicópatas, el terror, el dolor. Una singularidad, desde donde la luz no escapa, y donde la vida tiene un valor muy relativo, prácticamente insignificante. Sin embargo, si te fijas bien, en el suelo, se vislumbra una trampilla de madera, pesada, húmeda, fría, casi sellada en el suelo; si te da por levantarla, aparta la nariz mientras exhala aire corrompido. ¿No los ves allí abajo? Enciende una cerilla y acércala, sí, allí están, los Talibanes.
Mezclados, eso sí, con primos no muy lejanos –en la actitud y las enseñanzas- de otras ramas religiosas. Cuando me refiero a ellos, no pretendo meterme en creencias, en fe. Me la refanfinfla, mi ateísmo feliz me lo impide. Hablo de las desviaciones que los extremismos generan, y la prohibición absoluta de cualquier deseo de enriquecer su vida con otra cosa que no sea la palabra de Dios, Allah, Yave, etc. Y ya que estamos en un blog de música, hablemos de los Talibanes y la música –en otro post hablaré de los judíos ortodoxos, y los católicos fundamentalistas, no temes-.
«Talibanes y la música, toma 1… ¡Acción!… ¡Corten!. Recoged todo el material, se acabó el reportaje». Es que es así, no hay nada que contar sobre la música en el mundo de los Talibanes. Se inventaron un ministerio llamado “Ministerio para la promoción de la virtud y la represión del vicio”. Este organismo prohibió el teatro, el cine, la televisión, los ordenadores, las cámaras de foto, los reproductores de cintas. Animó la quema de instrumentos de música y los cassettes, fomentó la violencia contra los músicos y su encarcelamiento, pidió a la población que rapara la cabeza de los que todavía se atrevían a escuchar música, aunque fuera religiosa. Convirtieron a Mozart, Ravi Shankar, The Rolling Stones, A.R. Rahman, Nirvana, Nusrat Fateh Ali Khan, U2, Um Kalsum y millones de creadores de emoción, belleza y sentimientos, en el blanco de la ira de algunos miles de locos de otro planeta. Fuck The Talibans.
A qué viene todo esto? A que aún así, a veces, parece que un destello de luz sí sale de la cueva. Si bien la sociedad de Kabul sigue siendo muy conservadora, los Talibanes ya no mandan tanto. Menos aún en la Rock School Kabul. Abierta hace dos años, en el salón de una casa de la capital afgana, de la mano de uno de sus fundadores Humayun Zadran, esta escuela tan particular acoge hoy a cerca de 40 alumnos, que ensayan todo el día con los instrumentos que se han podido salvar. We Will Rock You, de Queen, tiene la palma. Pero también suena Knocking’On Heaven’s Door, de Dylan. Y Linkin Park. Y heavy metal, interpretado por chavales que no llegan a diez años. En las paredes se han pintado graffitis en honor a los héroes de esta juventud afgana que se atreve, en especial un retrato inmenso en blanco y negro de Jack y Meg White, de The White Stripes. Todo hecho posible gracias a las donaciones de entidades privadas o públicas de fuera, como el Banco Mundial, de la ONU, y al compromiso hermoso de extranjeros que dedican su vida a enseñar la música a los novatos del barrio. Como Robin Ryczek, violoncelista norteamericana de Bostón, 29 años, que decidió marcharse a Afganistán después de una única llamada de un amigo con el que había viajado a Oriente Próximo años antes. Me quito el sombrero, Madame.
Así que hoy, no propongo ningún disco o canción para escuchar en especial. Un día señalado para escuchar toda la música del mundo, pensando en que no todo el mundo lo tiene tan fácil. Viva la música. Viva las músicas, y Fuck the Talibans. Rock’n’Roll.
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