El Tomate verde, el Daniel Barenboim del rock’n’roll. Naaa, es de coña. Aunque suena bonito eso de obrar por el acercamiento de las culturas musicales, haciendo de la ficha policial de los artistas una bolita con la que pasar el rato. A ver si un día le dedico un post a un grupo Oi!, rama esvástica en el brazo. Rock identitario lo llaman en Francia; los Norma Duval de Marine Lepen. Naaa, también es de coña, hay un límite en mi capacidad a hacer la vista gorda.
Mejor volvamos a la tierra de sus víctimas predilectas, Israel. Ester Rada es israelí por los pelos. Nació un año después de que sus padres emigrasen desde Etiopía, aprovechando que pocos años antes, en 1975, el gobierno de Rabín había declarado oficialmente judíos a los falashas etíopes. Ella prefiere hablar de Beta Israelí, en las calles de Jerusalén falasha es peyorativo.
[Fiouckipedia –no te vendrá mal un poco de cultura de todos modos-: según la leyenda, los falashas son los descendientes del Príncipe Menelik, hijo del Rey Solomón y de la Reina de Saba, cuando llevó el Arca de la Alianza hasta Etiopía. Ah que suena a Indiana Jones ¿verdad? Durante siglos los falashas lo pasaron canuto en su país, por no tener prácticamente ningún derecho, en especial el de poseer tierra propia. Así que cuando finalmente en 1974 el gran rabino, consultado por Rabín, respondió que los falashas eran judíos de verdad, la decisión gubernamental que siguió les abrió las puertas de la Ley del Retorno: a partir de ahí empezó un lento proceso de inmigración hacia Israel, acelerándose en los 80 para culminar en los 90. Hoy son más de 110.000 falashas los que viven allí –malamente al principio, ya sabes, prejuicios-. Muchos de ellos descubrieron por primera vez al llegar la electricidad, el agua potable en casa o la educación obligatoria. También los impuestos, la intransigencia y el odio recíproco.]
Ester Rada era una niña independiente, con la llave del piso colgando del cuello, ya que su padre había abandonado el hogar y su madre, muy religiosa, tenía que trabajar como dos. Un poco rebeldiña, la niña decidió que ya estaba bien de tantos rezos y música etíope en casa, y con doce años, se hizo laica. Sabia decisión di que sí. También cambió los cassettes de su madre por la MTV y las radios pop, y descubrió a Nina Simone, su particular heroína.
Simplemente aspiraba a ser como las demás niñas de su colegio, que dejaran de mirarle como la “negra”. Para un país convencido de ser el pueblo elegido, ver cómo de repente irrumpen primos lejanos -¡africanos, jatetú!- fue todo un trauma. Tuvo una adolescencia de chica un poco perdida, que no se sentía en su sitio. Solo fue con 23 años cuando volvió a reivindicar sus raíces culturales etíopes para integrarlas a su música.
Lo suyo es una mezcla de soul, funk, jazz y pop, con una pizca de misticismo oriental. Basta con ver la portada de su primer álbum, homónimo, donde se ve el busto de una mujer desnuda emergiendo de una Jerusalén de oro iluminada por el sol. Dice de ella que le recuerda a Sion –que no, la capital del Cantón del Valais en Suiza no-, la antigua Jerusalén, ciudad que los judíos consideran como un lugar de unidad, paz y libertad. Vamos, muy lejos de la realidad para cada cual con sus sueños. El disco es sumamente bonito, muy variado, con mucha elegancia. Venga dilo, gracias Fiouck.