1976, pueblo de Langley, estado de Colombia del Norte, Canadá, a 180.000 kms del pueblo más cercano. Hans Fenger, profesor de guitarra y músico de jams sessions en clubes de Vancouver, y cuya novia acaba de quedar embarazada, acepta una oferta de trabajo estable en la Escuela Rural de este pueblo, donde hasta los renos se pierden.
Impartir clases de música en la escuela muy católica de un pueblo perdido cuando has estado en varias bandas de rock de la gran ciudad de “al lado”, no es tarea fácil. Los alumnos tienen menos de diez años, poca vocación musical, cero conocimiento, pero gozan de la curiosidad propia de esta edad. Hans Fenger se aburre enseñándoles a cantar canciones infantiles. Un día se trae un bajo en clase, y le enseña a un chaval muy tímido unos cuantos acordes. Claro, a los pocos minutos todos quieren probar, ¡cómo mola colega! Al día siguiente, se trae una guitarra. Y partituras. Y la letra de alguna canción de la ciudad, una de Beach Boys. Los chavales adoran. Poco a poco ensayan canciones, repiten, algunos tocan, otros cantan. Beach Boys, Bowie, McCartney, Eagles, Fleetwood Mac, grandes hits de los grandes grupos de la época. Y los chavales se lo pasan bomba, felices.
Un día, hablando con un amigo dueño de un Revox de dos pistas –y qué es un Revox ¿eh? Hala, wiki-, llegan a la conclusión de que igual convendría grabar a los chavales, como ejercicio dentro de las clases de música. Se deciden por reunir a los 60 alumnos que tiene el profesor en el gimnasio del colegio, para conseguir un efecto de eco natural. Obtienen el visto bueno de la escuela. Primer milagro. Montan la sesión con los niños, que sacan la mejor versión de todas estas canciones repetidas durante meses en clase. Segundo milagro. Escuchan la cinta y quedan estupefactos por el resultado. Tercer milagro. Deciden sacar un disco de vinilo para cada niño que hiciera la petición, previo pago de una suma simbólica de siete dólares, y todos aceptan, incluso dos o tres ejemplares por hogar. Cuarto milagro. Y, ojo, esto es América –bueno, Canadá, un poco más frio pero por lo demás bastante igual-, el final feliz no puede llegar así de fácil, Hollywood vela. Así que el disco cae en el olvido, Hans Fenger finaliza su contrato en la escuela poco tiempo después, vuelve a Vancouver, los niños crecen, y todos a vivir su vida.
Hasta que, en 2001, 25 años después, el DJ de una radio local, Irwin Chusid, especialista en rescatar trabajos raros, se encuentra con el vinilo en una tienda de discos de segunda mano. Quinto milagro. Y cae rendido. Sexto. Mueve montañas para localizar al responsable de semejante despropósito, habla con él, le convence para autorizar la re-edición en CD y su distribución por un sello, Bar/None Records. Hans Fenger apenas recuerda este disco; no ha mantenido contacto ni con el colegio ni con ninguno de los alumnos. Da su visto bueno sin saber muy bien qué está pasando. Séptimo. Resulta que cuando sale, durante un corto periodo de tiempo, figura en el puesto #1 de las ventas en Amazon, delante de Michael Jackson y Enya. Octavo. Hoy es objeto de culto, la historia es de las más bonitas de la historia del rock.
Yo sí tengo el álbum entero, pero quiero que escuches una en particular, la versión que hicieron aquellos niños endiablados de Space Odity, de David Bowie. Cuenta Hans Fenger que para conseguir este efecto de sonido extraterrestre, con los medios tan rudimentarios de los que disponían, el chaval encargado de la guitarra cogió sin que se le pidiera una botella de coca-cola vacía y la deslizó sin parar por las cuerdas, consiguiendo lo que algunos tardan años en reproducir. Meses después, David Bowie alabará el Space Odity con estas palabras: “Los arreglos de base son asombrosos. Es una pieza de arte que yo ni podría haber concebido”. Vale que se pasa un poco, pero es verdad que se merece especial atención, tanto la historia como la canción. Rock’n’Roll.
Escucha entero la versión de Space Odity, por The Langley Schools Music Project.
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Fiouck, ¡eso sí es una buena historia!
Di que sí! Me encanta!