Dhafer bin Youssef bin Tahar Maarref practica el sufismo –corriente mística del islam- como yo paso la aspiradora: sin ganas. Para sus vecinos barbudos bizcos, vivir el sufismo sin sharia es propio de los herejes. Pero Dhafer Youssef, músico tunecino místico, se las apaña para no provocar la ira en un país afortunadamente más preocupado por mantener la paz social y levantar una economía atrofiada por la revolución.
El dice: “Hay que devolver la religión a dios, la patria al pueblo, la música a los músicos.” Pero rehúye de la política. Añade que “un artista que no dice lo que piensa es un idiota. Pero mi revolución, es mi música”. Pasó más de veinte años de su vida en Europa antes de volver a Túnez en 2010, poco antes de que prendiera la mecha de la primavera árabe. Concluye: “Asistir en directo a los cambios radicales a nivel de una nación que normalmente se leen en los libros de historia fue a la vez genial y aterrador”.
Dhafer Youssef nació en 1967 en Teboulba, una pequeña aldea costera. Desde muy joven se inició al canto en su escuela coránica. Su increíble voz y su talento natural para tocar el laúd –como una Gibson, pero en forma de pera, más corta y sin electricidad- llamaron rápidamente la atención de sus padres que se apresuraron a colocarlo cada vez que se podía en bodas y eventos sociales donde se requiriese música [No estoy muy seguro de la conjugación del verbo requerir, pero a ojos de un franchute, así suena guay].
De vez en cuando iba a practicar en la mezquita de su barrio, preferentemente cuando ésta se encontraba vacía, “por la acústica”, solía justificar. Incluso llegó a grabar la llamada a la oración para el Müezzin, esta misma que despierta de noche a miles de niños de corta edad y desespera a sus madres. Con veinte años, decidió que la mejor forma de profundizar tanto en su técnica como en su relación místico religiosa con la música era de marcharse a Europa.
Eligió a Austria, no por los paisajes de montaña ni las tirolesas de pecho abundante, sino porque era el único país que no pedía visado de entrada. Allí se quedó diez años, antes de empezar a viajar por los países nórdicos, en los que hizo amistades con artistas y músicos con inquietudes similares –hablo de jazz, improvisación y músicas del mundo, no de pechos abundantes-.
Durante estos veinte años de escapada por Europa, aprendió a unir el jazz y los sonidos árabes como nadie, plasmando sus melodías ligeras o explosivas, simples o espirituales, en siete álbumes de estudio. Se rodeó de músicos de todos los rincones del mundo –Cuba, Vietnam, Italia, Turquía, Noruega…- y poco a poco se fue ganando una fama de virtuoso, capaz de regalar los oídos con sonidos en ingravidez, en un delicado equilibrio entre occidente y oriente.
Y luego esta su voz, asombrosa. Ni él sabe cuántas octavas cubre, y no le importa. Canta desde el corazón tanto para acercarse a dios como para abrirse al mundo. Está en concierto este sábado dieciocho de abril en el Teatro Coliseum de Barcelona. ¿Cómo, qué dices, si toca en Madrid también? Venga ya, tú qué crees…
[Te dejo con seis canciones de su último disco, Birds Requiem].