He demandado satisfacción a la gripe. Me tiene hartito el virus. Está en juego mi honor y mi dignidad como hombre. Y no va a ser sólo abofetearlo con un guante, no no no, se trata de que uno acabe con el otro. Un duelo, a la antigua usanza.
Será mañana, justo antes del alba. Mi representante de confianza –el virus se ha negado a nombrar uno, no respeta ni la tradición- ha elegido el Parque del Retiro, en la Rosaleda, al lado de las fuentes donde a veces chapotean felices patitos. También me ha dejado elegir las armas, todo un caballero eso sí. He dicho que un combinado de analgésicos, antihistamínicos y antitusivos. Y un culín de leche caliente con miel, que no cuesta nada hacerles caso a las abuelas. No se ha inmutado. Algo me está ocultando, me lo pone demasiado fácil.
Sólo ha tenido una exigencia. Quiere que suene Zarabanda, de Georg Friedrich Händel. Como en la película de Kubrick, Barry Lyndon, en la escena del primer duelo. Este opone Redmond Barry –el pobre desgraciado enamorado de una chica que le rechaza por no tener un duro, tss, chicas…- y John Quin, capitán del ejercito británico acomodado, que intenta arrebatarle la chica con sus horripilantes maneras de aristócrata –la casta, diría Paul Church-.
En la película gana Redmond Barry. También hay que ver el otro, más lento que Internet Explorer. Todo muy sospechoso y de hecho, mucha más tarde en la película, se entera de que no le ha matado, que era todo amañado para que se alejara de la chica. Ays, yo qué sé. Mira, no es mala idea, me dejo ganar, y cuando se acerca a comprobarlo, contengo la respiración -como Pepe Sopalajo de Arriérez y Torrezno, el capullete chiquitín en Asterix en Hispania-, hasta darse por satisfecho, igual así me deja en paz.
Bueno, mañana te cuento. O no.
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